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En contra o -preferiblemente- a favor del arte, la poesía y la música del siglo XX

A mediados los años noventa, empecé a trabajar en un ensayo sobre el arte, la poesía y la música del siglo XX. El proyecto pronto tomó forma, y en distintas etapas fui escribiendo folios y más folios hasta superar los trescientos.
El título que fue naciendo de aquellas páginas es, por ahora, el que las ampara: Panfleto contra o -preferiblemente- a favor del arte, la poesía y la música del siglo XX.
Hace un par de años me detuve porque me enfrentaba a una decisión complicada: Desgajar del proyecto original toda la segunda parte, que estaba dedicada a presentar una idea de la estética nacida en este siglo, en profundidad, porque de lo contrario el libro superaría con mucho los quinientos folios. Pero si eliminaba esa segunda parte, todo el proyecto corría el peligro de quedar incompleto. Aún ahora sigo sin saber que hacer.
Mientras lo decido, voy a publicar en este blog algunos de los artículos ya finalizados y dispuestos para ser conocidos. El que sigue, forma parte de la introducción.



Un siglo de excesos, un siglo de progresos, un siglo radical y otras historias personales comprensibles o no

Si el siglo XX finalizó en 1999, he vivido 56 años en él. No conocí a mis bisabuelos, que murieron en los años veinte, pero sí a mis abuelos, que fallecieron cuando era un niño (ellos) y un adolescente (ellas). Mi padre murió en los noventa, y mi madre vive en la actualidad. Sólo tengo una hija que yo sepa (nacida en el año 76). Según mi experiencia, por lo tanto, se cumple lo de las cinco generaciones en un siglo.

Nací poco menos de un año antes de que los americanos hicieran explotar la primera bomba atómica en Alamogordo (Nuevo México) en julio de 1945, ya cuando la Segunda Guerra Mundial declinaba a favor de los Aliados. Es decir, soy con toda propiedad un hombre de la Era Atómica. Se mire como se mire, todo un comienzo y una promesa de que el mundo estaba cambiando sin remedio.

Ese año 1944 de mi nacimiento, se llamó popularmente en España el “año del hambre”, porque la cosecha de cereales fue un desastre y el gobierno de Franco, con el país semidestruido y empobrecido por la Guerra Civil, no tenía reservas, ni dinero para comprar grano fuera de España. El pan hubo que amasarlo con harina de almortas, algarrobas o cualquier otro vegetal disponible. Es obvio que si mis padres hubieran tenido la mentalidad que hemos llegado a tener las siguientes generaciones (la mía y la de mi hija), en las condiciones que estaba el mundo, no hubieran pensado ni por un momento en tener un hijo. Pero ellos vivían en otro mundo.

Mis padres tenían una panadería, lo cual en aquellas años era una garantía para comer a diario, y en cierto modo un pasaporte seguro para enriquecerse. Siempre, eso sí, que no se tuvieran demasiados escrúpulos, ni cargos de conciencia. Y ese era justo el caso de mi progenitor. No sólo no se enriqueció con el estraperlo de harina, sino que se empobreció de golpe y porrazo con el crac del ganado de carga, que en los años 52-53 traumatizó y empobreció a la España rural. De la noche a la mañana, al saberse que Franco estaba a punto de firmar un tratado de amistad y cooperación con los americanos, el precio de burros, mulos y caballos, cayó en picado, lo mismo que desde el fin de la Guerra Civil no había dejado de crecer. Mi padre se vio con diez yeguas que había comprado a diez mil pesetas la cabeza, y que ya no valían nada. Su única opción para pagar las deudas que había contraído al comprarlas (la mitad del coste total) fue vender su única posesión valiosa (la panadería y la casa) y emigrar, acompañado eso sí, de su mujer y de sus cuatro hijos. Eso nos llevó desde un pueblo del norte de Andalucía, al centro de la península, es decir Madrid. O para ser más exacto, a un barrio chabolista de Vallecas. Bueno, me detengo aquí, cuando iba a cumplir nueve años.
 
Foto para el carnet de familia numerosa. Familia Millán Navío. Madrid. 1953

Foto para el carnet de familia numerosa de la familia de Fernando Millán (a la derecha, con pantalones largos) frente al Jardín Botánico. Madrid. 1953. Foto de Fotógrafo ambulante.



Sólo quería dar a entender al sufrido lector que cualquier ser humano puede haber vivido en el siglo XX, tanto en su primera mitad, como en el resto, experiencias intensas, posiblemente traumáticas, y también en no poca medida, enriquecedoras. Porque en este siglo, lo que supera la normalidad de una vida, lo excepcional e incluso lo excesivo, lo traumático, ha sido tan habitual, tan constante, que ya no llama la atención de nadie.

Luego están los cambios, o más bien la revolución tecnológica. En mi niñez, no teníamos luz eléctrica porque durante la Guerra civil se había destruido el generador instalado en un salto de agua que alimentaba a varios pueblos. Aunque fui a la escuela desde los cuatro años, la coincidencia de un maestro brutal y desinteresado en nuestro aprendizaje, y un exceso de timidez por mi parte, me hizo vivir en una atmósfera iletrada y oral, en la que los fantasmas eran tan reales como el hambre, el odio o la violencia. Salí de la escuela tan analfabeto como entré, pero con un largo aprendizaje en el uso inmoderado de la imaginación, del que nunca he podido -¿querido?- liberarme ni limitarme.

Desde ese mundo preindustrial y premoderno pasé a vivir en Madrid la rápida y progresiva motorización de las ciudades, su paralela masificación, y las constantes innovaciones tecnológicas. Fui un niño adicto a la radio (ah, aquel “Diego Valor...”); lector asiduo de las publicaciones baratas, de la literatura de consumo (ah, las novelas del espacio...); de los TBOs típicamente hispánicos y franquistas (Roberto Alcázar, Azañas bélicas...), y de los llegados de Norteamérica (magníficos aquellos cuadernillos de Supermán en español impresos en USA)... Me vestí, lleno de entusiasmo con los pantalones tejanos recién importados, que por cierto eran realmente irrompibles. Era el nacimiento de la sociedad de masas, aunque a nosotros nos pareciera simplemente que nacía el paraíso en la tierra. Estudié el bachillerato superior, al tiempo que trabajaba, en el único Instituto de Enseñanza Media que abría por las noches en toda España (un invento de don Antonio Magariños en el “Ramiro de Maeztu”), y de allí pasé a la Universidad más politizada de la historia.

Fui un adolescente radical y militante. (Nosotros fuimos los primeros en tener conciencia de ser adolescentes, no inmaduros adultos). Nunca llegué a ser agredido por llevar el pelo largo, pero sí tuve que soportar comentarios irónicos, despectivos e incluso insultantes. La pilosidad excesiva, sobre todo si iba acompañada de barba provocaba una irritación profunda en las personas de orden (fascista), y en el resto un comprensible temor a lo desconocido o prohibido.

Entre el año 1957 (inicio del desarrollismo económico) y la muerte del general Francisco Franco en 1975, España vivió un proceso acelerado de cambio económico, social, cultural y por lo tanto político, sin precedentes ni en Europa ni fuera de ella. De hecho, el retardo de la Guerra civil, y sobre todo el de la primera década de la posguerra, hizo que el cambio fuera más visible en todos los terrenos. Los que lo vivimos desde la adolescencia a la madurez, seguimos teniendo muchos años después una experiencia vívida, intensa, de la existencia del progreso en lo humano, lo científico, lo técnico y lo político. Seguramente por ello somos conocidos históricamente como progresistas, o “progres” en términos coloquiales. Ese cambio acelerado fue –cosa que no suele señalarse por los historiadores oficiales y mucho menos por los políticos- lo que permitió que a partir del año 75 se pudiera producir la transición democrática que los historiadores y políticos califican de ejemplar. Es que la sociedad ya había hecho su propia transición antes de la muerte del dictador, y los políticos sólo tuvieron que ocuparse de tareas accesorias.

En nuestra experiencia personal, las continuas innovaciones de la tecnología, sobre todo en los terrenos del sonido y de la imagen, van unidas a los cambios comportamenales y vestimentarios, a los nuevos planteamientos éticos y políticos, y al conocimiento de las aportaciones fundamentales en el arte la poesía y la música del siglo XX. En mi caso, el triunfo de la minifalda está unido a la lectura del libro DADA: Art et anti-art, de Hans Richter que se había publicado en 1965 en su versión francesa. A través de él tuve la primera versión no censurada ni revisada de lo que había significado DADA. Tengo la suerte de conservar el libro, a pesar de haberlo prestado demasiadas veces (hábito este que me ha hecho perder publicaciones irrecuperables), y aún lo leo cuando quiero contrastar mi opinión sobre algún aspecto central de Dada.

Incluso la exhaustiva obra de Michell Sanouillet, Dada á Paris, que leí poco después no es para mí superior en el intento de comprender lo que sucedió y lo que significó este movimiento nacido en Zürich, y de forma muy especial, el protagonismo de Tzara. La versión de Richter me sigue pareciendo, tal vez por su componente autobiográfico, más fiable, más próxima.

Creo que esta obra de Richter, junto con el libro de Mario de Micheli Las vanguardias artísticas del siglo XX, forman el núcleo básico, irreductible, de mi visión de las vanguardias históricas. Es posible que al leerlos con muy pocos años de diferencias (la traducción española de Mario de Micheli, editada por la Editorial Universitaria de Córdoba (Argentina) en 1968, la conseguí creo que ese mismo año) en cierto modo se complementaran en mi mente. En todo caso, y ya que en este panfleto se critica, e incluso se descalifica a algunos presuntos historiadores de las vanguardias, no estará de más, señalarle al lector mi buen concepto de estos otros trabajos.

Estas preocupaciones bibliográficas de un joven universitario, pueden parecer típicas o no en la época actual. Desde luego no lo eran en los años sesenta, porque los universitarios se dividían entre los que sólo se preocupaban por los apuntes que vendían los bedeles, y los que sólo se preocupaban por la política y las chicas. Yo quedaba fuera de ambos grupos porque aunque me interesaban los estudios, prefería leer las obras originales antes que los apuntes, y aunque las chicas eran una de mis prioridades no tenía tiempo para ellas, y la política me interesaba tanto desde el punto de vista teórico como práctico, pero tenía ya una desconfianza profunda hacia los políticos, ya fueran del Régimen o de los gropúsculos del PC que pululaban por la facultad. Además, mi peculiar situación personal, estudiando y trabajando a la vez, me impedía el olvido de los hechos concretos e inmediatos: mi tiempo estaba parcelado de forma muy exigente, y no podía dedicarlo a reuniones de figón en las que discutir eternamente sobre hipótesis más o menos utópicas. Y desde luego, la tesis central del PC para la cultura de que “en cuanto peor, mejor”, para garantizar una caída inmediata del franquismo, me parecía inconsecuente, y sobre todo de efectos perniciosos para mí y para la sociedad entera. (El tiempo demostró que mi juicio –que era el que primaba en la mayoría de los estudiantes- era acertado.)
 
Fernando Millan Poesia NO 1970
Fernando Millan. serie "Poesia NO", 1970, trabajos previos para "Ariadna o la búsqueda" (pendiente de publicar)

Mi interés y mi preocupación por la lectura y la escritura, se produjo inmediatamente después de mi alfabetización a la llegada a Madrid, y se fue acentuando día a día hasta llegar a la universidad, donde tomó ya componentes científicos o cultivados. Paralelamente viví con interés, y a veces con sorpresa, mi transformación en un hombre de letras, diferenciándome día a día de mi entorno familiar y social, claramente definido por el componente oral. Como todos mis estudios los hice simultaneándolos con el trabajo asalariado, conviví al mismo tiempo con los profesores del Instituto y la Universidad, y con mis compañeros de trabajo en la hostelería. De entonces conservo mi fascinación por lo oral, y mi profundo interés por la fonética como nueva ciencia. En carne propia, o al menos en mis sentimientos, comprobé como mi valoración de cuestiones fundamentales, tales como la autoridad, la religión, el dinero, el amor, el sexo, la familia y demás, variaban cada vez más con respecto al criterio de mis propios padres, de mis compañeros de trabajo, de mis jefes... Pero bueno, esto ya se trata en otro apartado.

A ello llegué desde la poesía, en la cual me inicié a partir de mis lecturas escolares de Gustavo Adolfo Bécquer, y me confirmé poco tiempo después tras el encuentro con los poemas de Juan Ramón Jiménez. Cronológicamente anterior es mi contacto con la prosa de ficción, y mi inmediata dedicación a la escritura creativa (es un decir). En ambos casos, la escritura se convirtió en un acto vital, en una respuesta a la opresión social que ya había decidido cual iba a ser mi vida, sin lugar a disentir. En vez de camarero, o en el mejor de los casos, electricista yo decidí, tozudamente ser escritor. El hecho de que mi apuesta fuera ilógica, irrealizable y sin sentido le daba para mí, una fuerza incontestable. Cuando mi padre me decía que, ya puesto a hacer apuestas exageradas, podía apuntarme a ser médico o abogado, yo rechazaba semejante posibilidad porque me parecía groseramente razonable. Mi apuesta tenía que ser más radical y sobre todo utópica.

Producto también de la época, fue mi preocupación por vivir “en mi tiempo”, seguramente como respuesta a una sociedad que había optado por retroceder siglos, y por la dificultad que eso suponía. Por ejemplo, vivíamos bajo una censura de imprenta, y un control de las importaciones de libros tan estricto que nos obligaba a aguzar la inventiva para conseguir incluso los libros de poesía. Un poeta como Luis Cernuda, exiliado en México, ya en los años finales de su vida, convertido en un clásico no podía leerse en España porque había sido republicano.

Sin embargo, unas semanas antes de mi veinte cumpleaños (1964) recibí un ejemplar de la última edición de La realidad y el deseo como regalo. ¿Quien podía hacer tal milagro?. Un antiguo compañero del Instituto nocturno, Chus García Sánchez, que trabajaba en una pequeña librería de su familia, especializada en la importación de libros, era el autor de un gesto tan excepcional. Para que luego digan que la suerte no existe. Gracias a él tuve acceso a libros editados en Francia, Argentina o México que alimentaron, si no saciaron mi hambre de conocimiento.

No conozco a nadie que haya escrito sobre esta labor realizada (con riesgo, al menos económico) por unos pocos libreros en Madrid y Barcelona, en beneficio de unos pocos que pudimos leer de primera mano obras fundamentales de la política, la filosofía, la literatura o la poesía cuando estaban de máxima actualidad. Visor, la librería de Chus García Sánchez merecería un reconocimiento por ello.

Ahora con la distancia de los años, me sorprende de qué manera tan fácil, tan natural, un joven estudiante como yo, criado en Vallecas, trabajador al mismo tiempo, pudo relacionarse con los hombres –y unas pocas mujeres- que estaban trabajando en la recuperación cultural de España. pero así fue. Y de hecho, si no hubiera pesado mi tendencia innata a la introversión, al alejamiento de la vida pública, hubiera recibido de ellos muchas más cosas, tanto en el terreno intelectual como en el social.
 
 
Fernando Millán y Antonio Fernández Molina en Casas de Uceda. Agosto 1970. Foto: Fernando Millán

Fernando Millán y Antonio Fernández Molina en Casas de Uceda. Agosto 1970. Foto: Fernando Millán



 
No quisiera dar a entender con esto que acabo de escribir que mi extracción social y mi condición económica no tuvieron ninguna repercusión en mi relación con con el mundo de la cultura, y con ello en mi futuro personal. Las cosas estaban cambiando, pero no hasta ese punto. Los mecanismos de inclusión y exclusión social son muy complejos, y desde luego no habían dejado de funcionar. Aunque es posible que en aquellos años sesenta haya sido uno de los momentos del siglo XX que lo hayan hecho con menos rigidez.

Desde la adolescencia he sospechado que una persona adulta vale tanto como sus sueños e imaginaciones infantiles y adolescentes. Es decir, la vida adulta está marcada por la consecución de las ficciones que el niño primero, y el adolescente después van edificando sobre su vida futura. Cuando una persona las va alcanzando, las realiza de forma más o menos completa, su impulso vital se detiene, hasta llegar incluso a agotarse. Si esas ficciones son muy exageradas, de muy improbable realización por el sujeto que las elabora, es lógico que su consecución se retarde e incluso nunca llegue del todo. En ese caso, según mi sospecha, el impulso necesario para alcanzarlas, permanece actuante, y el individuo se beneficia de ello.

También es cierto –a qué negarlo- que unas ficciones inalcanzables pueden producir frustración y desmotivación. Pero salvo en casos extremos, que podrían caer en lo patológico, la existencia de un deseo profundo y preferiblemente inmotivado, es una alimento vital de la máxima importancia.

Desde que aprendí a leer a los nueve años, mis ficciones más habituales y potentes tuvieron que ver con la escritura y su mundo. Más de cincuenta años después aún no las he cumplido todas, como ya he señalado en el prólogo, y por eso escribo este panfleto. Otras no las cumpliré nunca, porque son totalmente utópicas e inagotables, como las que tienen que ver con la justicia, la igualdad, el amor, o las distintas clases imaginables de la felicidad. Pero desde que empecé a conocer lo que verdaderamente había comenzado a suceder en el siglo XX, y lo que década tras década hombres y mujeres de los distintos países (algunos también españoles) han aportado como capital estético, mis ideas, mis experiencias, y también mi forma de entender el mundo y de vivir, no han dejado de expandirse. Ahora sé que escribir es más humano que pensar tan sólo, porque aumenta las dimensiones de nuestra conciencia, y por lo tanto del mundo; que mis relaciones con la poesía me han permitido comprender algunas de las cosas más importantes de la vida; que el arte, la poesía y la música del siglo XX forman parte de las aportaciones más decisivas realizadas por los seres humanos en toda su historia, y cada día que pasa siento dolorosamente no conocerlas con más profundidad.

Y es que este siglo de excesos lo es tanto en lo negativo como en lo positivo (aunque este sea un dualismo demasiado superficial para aplicarlo a una historia tan compleja) porque en a nueva época todo, por comparación con el pasado, tiende a ser desmesurado y excesivo, como ya hemos recordado en el prólogo. O al menos esa es la conciencia que tuvimos en su momento, y que seguimos teniendo los que ya nos acercamos a la vejez. Las personas nacidas después de la Segunda Guerra Mundial, somos, en sentido estricto, los primeros pobladores de esa Nueva Época iniciada a principios de siglo. Nosotros hemos sido los herederos de todos los adelantados y pioneros en la ciencia, la tecnología, el pensamiento, el arte la poseía y la música. Hemos vivido bajo su influjo tanto en lo positivo como en lo negativo. Un ejemplo:

A los seis años. como efecto colateral de un sarampión, sufrí una infección de la sangre que me puso a las puertas de la muerte. El médico le dijo a mi padre que la única probabilidad de salvación dependía de que se me pudiera administrar un nuevo medicamento, recién llegado a España, y que sólo se podía conseguir en el mercado negro, a un precio inalcanzable. Mi padre, hombre templado, y para el cual su familia era lo primero, le preguntó que como se llamaba ese medicamento y dónde podía conseguirlo. El médico se lo dijo. El cogió un automóvil, se trasladó a Albacete, y pagó mil pesetas por cada uno de los tres frascos de penicilina que pudo conseguir (estábamos en 1950). Volvió de inmediato al pueblo, y mi vida se salvó. Algo así sólo podía suceder a mediados del siglo XX.

Una metáfora tal vez podrá servir para dar luz a lo sucedido. Las personas nacidas después de la Segunda Guerra Mundial, hemos sido los pobladores del continente descubierto en las primeras décadas del siglo XX por la generación que llegó a ser adulta justo durante la Primera Guerra Mundial. Ellos, en una arriesgada navegación, descubrieron las nuevas tierras, y señalaron sus dimensiones. Algunos, dentro de ciertos límites triunfaron e incluso recibieron un cierto reconocimiento social, aunque lo más habitual fue el silencio de los poderes oficiales, y el desdén de las llamadas “opiniones públicas”.

Pero sus descubrimientos no se olvidaron, y nuevas generaciones los tuvieron en cuenta. Nosotros, a partir de esos descubrimientos, nos pusimos en marcha para recorrer los nuevos caminos, marcarlos y explorar los nuevos territorios. Son labores necesariamente complementarias, y no comportamientos epigonales, como pretenden los que sólo piensen en la descalificación de las neovanguardias, como paso previo a su desaparición o amortización.

El mapa de los grandes descubrimientos de las primeras vanguardias, y las experiencias producidas por los trabajos de pioneros, enfrentados a una naturaleza hostil (quiero decir una sociedad hostil), a sus propias limitaciones, miedos y demás improbables, son una materia digna de ser conocida. Al transformarlas en historias, comprensibles o no, clarificadoras o confusas y desorientadoras, cumplo con una de mis creencias fundamentales (una convicción más bien): Si toda historia es ficción en mayor o menor grado, y si toda ficción nos enriquece, apuesto por ellas sin reservas.
 

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