Artículo de "Panfleto contra o -preferiblemente- a favor del arte la poesía y la música del siglo XX
Digámoslo de entrada: En el siglo XX tiene lugar un cambio de época en Europa y USA en todos los terrenos fundamentales de la sociedad.
Pero sobre todo, en la estética, que es el cemento que une al resto de los componentes culturales y sociales. Porque contra lo que muchos piensan y mantienen, el fenómeno estético es un componente fundamental de cada sociedad, y está íntima y profundamente interrelacionado con el resto de los fenómenos sociales. Y no me refiero a la teoría del reflejo, ni a la superestructura marxista, sino a una situación de vasos comunicantes, que producen una interdependencia de equilibrios inestables y cambiantes que conforman el conjunto en un momento determinado.
Cuando la inestabilidad aumenta, y los cambios arrastran lo establecido, cada parte implicada organiza sus respuestas para recuperar el equilibrio, o al menos, no ser arrastrados a su vez por la vorágine. Es un principio biológico al que ningún ser vivo o ninguna organización social escapa. Y el equilibrio sólo se consigue cuando las nuevas aportaciones son asimiladas y empiezan a consumirse. Con lo cual, si estas aportaciones tienen fuerza suficiente, se inicia un nuevo proceso de desestabilización. En el siglo XX hemos vivido en una atmósfera tan cambiante, que no pocas personas han llegado a pensar que eso era lo habitual también en tiempos anteriores.
En algunas circunstancias históricas, como ha sucedido en el siglo XX, los cambios son tan repentinos, o de tal calibre y presencia, que la sociedad o los colectivos sucumben irremediablemente. En otros caso no tan extremos, la sociedad mantiene un cierto grado de cohesión, a pesar de no poder arbitrar respuestas eficaces ante los cambios. Pero en esos casos, colectivos particulares, grupos o individuos aislados, deben pagar un alto precio en sufrimiento, enfermedad, pobreza y muerte. Las contradicciones las tiene que pagar alguien. Véase las dos guerras mundiales que han asolado el siglo XX, y que al mismo tiempo que han beneficiado a una minoría, han producido millones de muertos, mutilados, enfermos crónicos, y daños masivos en todos los terrenos. O sin ir tan lejos, veamos el caso de la Guerra Civil en España, producida por una reacción contra la llegada de cambios culturales, sociales y políticos, considerada amenazante por las clases ultra-conservadoras. Esta terrible tragedia puede ser vista como el resultado de un conflicto cultural. De ahí que el régimen de Franco intentara que en las costumbres, en la religión, en la educación, España volviera pura y simplemente al siglo XVIII. Y no sólo se trató de un intento, sino de un proyecto largamente mantenido, con resultados que, aunque están a la vista de todos, se suelen ignorar olímpicamente.
Toda la historia del siglo XX, y de forma especial los grandes acontecimientos traumáticos, como las dos Guerras Mundiales, sólo se pueden comprender si recordamos que nacieron de sociedades que habían apostado por el desarrollo tecnológico, al mismo tiempo que imponían el mantenimiento de una cultura tradicional, agotada y periclitada. El resultado ya lo sabemos: Coerción social y militarismo. El caso de Alemania, capaz de provocar y perder dos Guerras Mundiales antes de aceptar un cambio cultural y social (pasar de la sociedad cerrada a la sociedad abierta, por utilizar los conceptos de K R Popper), es realmente patético sin dejar de ser trágico.
Es muy llamativo que existan tan pocos trabajos sobre la reacción conservadora contra la modernidad, tanto en la cultura como en la política, las costumbres, en los siglos XIX y XX, en tanto abundan los libros sobre los efectos destructores de las distintas líneas de los radicalismos. Incluso en el terreno del arte los expertos llegan a hablar de “vanguardias destructivas” o negativas, referidas sobre todo a Dada. Se habla de nihilismo, viendo en este concepto tan sólo su parte destructora, su afán de hacer tabla rasa, sin concederle ningún aspecto positivo. Sin embargo se estudia poco, o de forma anecdótica tan sólo, los episodios más flagrantes de la reacción antimoderna, como toda la historia del “arte degenerado” en Alemania, o la imposición del realismo en la Rusia soviética.
Lo que cuesta trabajo comprender, y sobre todo aceptar, es que nadie niegue que en el siglo XX todo lo que nos afecta, todo lo que nos alimenta o nos intoxica, lo que da sentido a un vida y lo que puede llevarnos a la destrucción; la forma de ver, entender y considerar los datos inmediatos de los sentidos, junto con las propias dimensiones de eso que seguimos llamando conciencia; también las consideraciones que nos hacemos sobre lo que es trascendente o no, y las nuevas formas de aceptarlo o rechazarlo; y no digamos el propio significado de la experiencia humana más básica..., ha cambiado radicalmente, pero no actúe en consecuencia.
Digámoslo de entrada: En el siglo XX tiene lugar un cambio de época en Europa y USA en todos los terrenos fundamentales de la sociedad.
Pero sobre todo, en la estética, que es el cemento que une al resto de los componentes culturales y sociales. Porque contra lo que muchos piensan y mantienen, el fenómeno estético es un componente fundamental de cada sociedad, y está íntima y profundamente interrelacionado con el resto de los fenómenos sociales. Y no me refiero a la teoría del reflejo, ni a la superestructura marxista, sino a una situación de vasos comunicantes, que producen una interdependencia de equilibrios inestables y cambiantes que conforman el conjunto en un momento determinado.
Cuando la inestabilidad aumenta, y los cambios arrastran lo establecido, cada parte implicada organiza sus respuestas para recuperar el equilibrio, o al menos, no ser arrastrados a su vez por la vorágine. Es un principio biológico al que ningún ser vivo o ninguna organización social escapa. Y el equilibrio sólo se consigue cuando las nuevas aportaciones son asimiladas y empiezan a consumirse. Con lo cual, si estas aportaciones tienen fuerza suficiente, se inicia un nuevo proceso de desestabilización. En el siglo XX hemos vivido en una atmósfera tan cambiante, que no pocas personas han llegado a pensar que eso era lo habitual también en tiempos anteriores.
En algunas circunstancias históricas, como ha sucedido en el siglo XX, los cambios son tan repentinos, o de tal calibre y presencia, que la sociedad o los colectivos sucumben irremediablemente. En otros caso no tan extremos, la sociedad mantiene un cierto grado de cohesión, a pesar de no poder arbitrar respuestas eficaces ante los cambios. Pero en esos casos, colectivos particulares, grupos o individuos aislados, deben pagar un alto precio en sufrimiento, enfermedad, pobreza y muerte. Las contradicciones las tiene que pagar alguien. Véase las dos guerras mundiales que han asolado el siglo XX, y que al mismo tiempo que han beneficiado a una minoría, han producido millones de muertos, mutilados, enfermos crónicos, y daños masivos en todos los terrenos. O sin ir tan lejos, veamos el caso de la Guerra Civil en España, producida por una reacción contra la llegada de cambios culturales, sociales y políticos, considerada amenazante por las clases ultra-conservadoras. Esta terrible tragedia puede ser vista como el resultado de un conflicto cultural. De ahí que el régimen de Franco intentara que en las costumbres, en la religión, en la educación, España volviera pura y simplemente al siglo XVIII. Y no sólo se trató de un intento, sino de un proyecto largamente mantenido, con resultados que, aunque están a la vista de todos, se suelen ignorar olímpicamente.
Toda la historia del siglo XX, y de forma especial los grandes acontecimientos traumáticos, como las dos Guerras Mundiales, sólo se pueden comprender si recordamos que nacieron de sociedades que habían apostado por el desarrollo tecnológico, al mismo tiempo que imponían el mantenimiento de una cultura tradicional, agotada y periclitada. El resultado ya lo sabemos: Coerción social y militarismo. El caso de Alemania, capaz de provocar y perder dos Guerras Mundiales antes de aceptar un cambio cultural y social (pasar de la sociedad cerrada a la sociedad abierta, por utilizar los conceptos de K R Popper), es realmente patético sin dejar de ser trágico.
Es muy llamativo que existan tan pocos trabajos sobre la reacción conservadora contra la modernidad, tanto en la cultura como en la política, las costumbres, en los siglos XIX y XX, en tanto abundan los libros sobre los efectos destructores de las distintas líneas de los radicalismos. Incluso en el terreno del arte los expertos llegan a hablar de “vanguardias destructivas” o negativas, referidas sobre todo a Dada. Se habla de nihilismo, viendo en este concepto tan sólo su parte destructora, su afán de hacer tabla rasa, sin concederle ningún aspecto positivo. Sin embargo se estudia poco, o de forma anecdótica tan sólo, los episodios más flagrantes de la reacción antimoderna, como toda la historia del “arte degenerado” en Alemania, o la imposición del realismo en la Rusia soviética.
Lo que cuesta trabajo comprender, y sobre todo aceptar, es que nadie niegue que en el siglo XX todo lo que nos afecta, todo lo que nos alimenta o nos intoxica, lo que da sentido a un vida y lo que puede llevarnos a la destrucción; la forma de ver, entender y considerar los datos inmediatos de los sentidos, junto con las propias dimensiones de eso que seguimos llamando conciencia; también las consideraciones que nos hacemos sobre lo que es trascendente o no, y las nuevas formas de aceptarlo o rechazarlo; y no digamos el propio significado de la experiencia humana más básica..., ha cambiado radicalmente, pero no actúe en consecuencia.
Puestas así las cosas, no queda más remedio que hacerse la pregunta: ¿Si en el siglo XX todo ha cambiado, cómo es posible que algunas personas, algunos grupos, partidos políticos, iglesias y demás, consideren que en las cuestiones fundamentales para ellos mismos, porque afectan a lo que llaman el espíritu, nada deba cambiar?. ¿Cómo puede ser que la cultura, justo lo que el hombre ha inventado y lo que le hace alejarse cada vez más de la naturaleza, de lo animal, tenga que mantenerse inmutable, eterna, sin dejarse afectar por los cambios más profundos conocidos por la historia de la humanidad?.
En líneas generales, el cambio de época producido por la nueva mentalidad científica, las aportaciones de nuevas disciplinas como la psicología, por las innovaciones tecnológicas, el protagonismo de la prensa, y sobre todo por los cambios poblacionales producidos por la industrialización, actúan como una levadura que pone en ebullición fuerzas desconocidas hasta entonces, y les da un nuevo significado a las tendencias más revolucionarias.
El alto nivel de alfabetización alcanzado en los países más avanzados (Francia, Alemania, Inglaterra) unido al desarrollo editorial, y sobre todo a la proliferación de la prensa, da lugar a fenómenos inexplicables sin estos hechos. A partir de los años sesenta, los estudiosos detectan en la escritura el origen y la causa de una nueva forma de pensar, y por ello, una nueva forma de vivir. Desde Marshall McLuhan a Jacques Derrida (cada uno con hipótesis y desarrollo propios e incluso contrapuestos), convierten a la escritura alfabética en el objeto de nuevos disciplinas.
Por lo que a nuestra materia se refiere, el cambio fundamental se produce en una serie de etapas durante el siglo XIX, como lo indican los ismos. Su punto de partida es el nacimiento de lo que, siguiendo la norma de la época, llamamos el espíritu de la vanguardia, en Francia, naturalmente: “El Arte, expresión de la Sociedad, manifiesta en su impulso más alto, las tendencias sociales más avanzadas: es anticipador y revelador. Ahora bien, para saber si el arte cumple bien su papel de iniciador, si el artista está verdaderamente situado en la vanguardia, es necesario saber a donde va la Humanidad...” (Escrito de Gabriel-Desiré Laverdant de 1845, citado por Renato Pogglioli, Teoría del arte de vanguardia, p 25).
Con el final del siglo XIX se extiende por toda Europa una nueva forma de pensar que, en consonancia con esos años, podemos llamar vitriólica: Friederich Nietzsche pregona la muerte de Dios, el descrédito de cualquier moral y el nacimiento del superhombre. Todo un programa para los más radicales partidarios de la nueva época.
En el siglo XVIII el denominado Antiguo régimen entró en crisis con la Revolución francesa y la Revolución industrial inglesa. En ambos casos se trataba de una crisis muy profunda que respondía al fin del modelo de las sociedades tradicionales, organizadas en un orden jerárquico que se defendía mediante una noción absoluta de la autoridad, es decir simbólica y no referenciada o justificable. Verdades simbólicas y por lo tanto absolutas a todos los niveles, como respuesta a una organización del poder absoluta, omnímoda, sin fisuras.
En líneas generales, el cambio de época producido por la nueva mentalidad científica, las aportaciones de nuevas disciplinas como la psicología, por las innovaciones tecnológicas, el protagonismo de la prensa, y sobre todo por los cambios poblacionales producidos por la industrialización, actúan como una levadura que pone en ebullición fuerzas desconocidas hasta entonces, y les da un nuevo significado a las tendencias más revolucionarias.
El alto nivel de alfabetización alcanzado en los países más avanzados (Francia, Alemania, Inglaterra) unido al desarrollo editorial, y sobre todo a la proliferación de la prensa, da lugar a fenómenos inexplicables sin estos hechos. A partir de los años sesenta, los estudiosos detectan en la escritura el origen y la causa de una nueva forma de pensar, y por ello, una nueva forma de vivir. Desde Marshall McLuhan a Jacques Derrida (cada uno con hipótesis y desarrollo propios e incluso contrapuestos), convierten a la escritura alfabética en el objeto de nuevos disciplinas.
Por lo que a nuestra materia se refiere, el cambio fundamental se produce en una serie de etapas durante el siglo XIX, como lo indican los ismos. Su punto de partida es el nacimiento de lo que, siguiendo la norma de la época, llamamos el espíritu de la vanguardia, en Francia, naturalmente: “El Arte, expresión de la Sociedad, manifiesta en su impulso más alto, las tendencias sociales más avanzadas: es anticipador y revelador. Ahora bien, para saber si el arte cumple bien su papel de iniciador, si el artista está verdaderamente situado en la vanguardia, es necesario saber a donde va la Humanidad...” (Escrito de Gabriel-Desiré Laverdant de 1845, citado por Renato Pogglioli, Teoría del arte de vanguardia, p 25).
Con el final del siglo XIX se extiende por toda Europa una nueva forma de pensar que, en consonancia con esos años, podemos llamar vitriólica: Friederich Nietzsche pregona la muerte de Dios, el descrédito de cualquier moral y el nacimiento del superhombre. Todo un programa para los más radicales partidarios de la nueva época.
En el siglo XVIII el denominado Antiguo régimen entró en crisis con la Revolución francesa y la Revolución industrial inglesa. En ambos casos se trataba de una crisis muy profunda que respondía al fin del modelo de las sociedades tradicionales, organizadas en un orden jerárquico que se defendía mediante una noción absoluta de la autoridad, es decir simbólica y no referenciada o justificable. Verdades simbólicas y por lo tanto absolutas a todos los niveles, como respuesta a una organización del poder absoluta, omnímoda, sin fisuras.
Como se pretende igual siempre a sí misma, esta sociedad tiene que controlar todos los componentes, y de forma muy especial aquellos que renuevan las fórmulas, introducen novedades o pone en cuestión la forma de vida tradicional. Entre ellas, y de forma brutal si es necesario, el mundo de la cultura, las ideas y la espiritualidad. Es el despotismo, que en el mejor de los casos, se vuelve ilustrado para permitir ciertas innovaciones técnicas y tecnológicas que les permitan competir con los países más evolucionados, pero sin que se filtren virus culturales.
En el campo de la plástica, la gran novedad del siglo XX es la aparición de lo abstracto como un valor autónomo, y la gran aportación el principio collage. En el musical, el abandono de la armonía y sus complementos, la melodía y el ritmo, es el momento de la liberación, y la expansión conceptual, para incluir lo sonoro en cualquiera de sus componentes, el gran avance. En el poético, el verso libre es el fin de una época, y la ampliación de la idea de metáfora el comienzo de otra. Estos cambios se producen, casi simultáneamente, y en un periodo relativamente pequeño para cuestiones tan fundamentales.
Pero no nos dejemos llevar por los detalles: La gran cuestión, el cambio fundamental que a su vez posibilita y da sentido a todos los demás cambios y rupturas, es el cambio en la forma de ver, considerar y actuar frente a la experiencia vital. Es decir, el cambio que tiene lugar en la mente y la conciencia de los hombres, como respuesta a la crisis de la antigua sociedad, y a las novedades que se producen continuamente, que les hace interpretar de forma voluntarista todo el conjunto. Nuevas conceptualizaciones de materias básicas, como el tiempo, el espacio, el azar y la necesidad, lo feo y lo bello, el acontecimiento y lo habitual, etc dan lugar a la aparición de nuevos comportamientos, impensables con los modelos anteriores.
En el campo de la plástica, la gran novedad del siglo XX es la aparición de lo abstracto como un valor autónomo, y la gran aportación el principio collage. En el musical, el abandono de la armonía y sus complementos, la melodía y el ritmo, es el momento de la liberación, y la expansión conceptual, para incluir lo sonoro en cualquiera de sus componentes, el gran avance. En el poético, el verso libre es el fin de una época, y la ampliación de la idea de metáfora el comienzo de otra. Estos cambios se producen, casi simultáneamente, y en un periodo relativamente pequeño para cuestiones tan fundamentales.
Pero no nos dejemos llevar por los detalles: La gran cuestión, el cambio fundamental que a su vez posibilita y da sentido a todos los demás cambios y rupturas, es el cambio en la forma de ver, considerar y actuar frente a la experiencia vital. Es decir, el cambio que tiene lugar en la mente y la conciencia de los hombres, como respuesta a la crisis de la antigua sociedad, y a las novedades que se producen continuamente, que les hace interpretar de forma voluntarista todo el conjunto. Nuevas conceptualizaciones de materias básicas, como el tiempo, el espacio, el azar y la necesidad, lo feo y lo bello, el acontecimiento y lo habitual, etc dan lugar a la aparición de nuevos comportamientos, impensables con los modelos anteriores.
Las personas que toman sobre sus espaldas la responsabilidad de interpretar las demandas y exigencias del nuevo mundo, caen fácilmente en el voluntarismo, y eso les hace cometer excesos de todo tipo: Llevado por la radicalidad tecnológica, Apollinaire interpreta que después del cine ya no tienen sentido las disciplinas tradicionales de la literatura; Marinetti pone en la tecnología toda su pasión de visionario y de fundamentalista de lo nuevo: “Un coche de carreras s más bello que la Victoria de Samotracia”.
Pero no nos engañemos, ni nos dejemos llevar por un fundamentalismo de sentido contrario: Sus equivocaciones eran el producto de la pasión, de la voluntad de resolver la crisis en la que estaban envueltos los países y los individuos más adelantados, de forma inmediata y definitiva. Pero sus juicios, o más bien sus intuiciones eran profundas y no estaban equivocadas salvo en su absolutismo. El cine ha dado lugar a nuevas disciplinas que podemos llamar literarias, es reconocido y aceptado como una forma de arte; quien esté libre de emoción, de una intensa sensación estética ante un vehículo automóvil, de nuevo diseño, recién salido de fábrica, que tire la primera piedra contra el creador del futurismo...
Ellos no pretendían convertirse en maestros ni ser reverenciados ni premiados por su dedicación y esfuerzo, como era norma en la sociedad tradicional. Justo lo contrario: Si no aspiraban. al menos aceptaban los insultos, agresiones y descalificaciones que desde todos los frentes les llegaban, y los convirtieron en condecoraciones, en medallas, en premios, en signos de una nueva época.
La idea que subyace en los ismos de que para cambiar la sociedad es necesario, en primer lugar, cambiar al hombre, cambiar al individuo en sus convicciones y sus motivaciones, hay que reconocer que en el siglo XX se ha producido, al menos en determinados niveles sociales, colectivos y grupos. Si algo no se puede poner en duda es que los adolescentes que han vivido el cambio de milenio, piensan, sienten, reaccionan, comen, hacen el amor, se desplazan, se visten, se insultan o se califican, y en definitiva, viven de forma bien diferente que sus tatarabuelos que vieron nacer el siglo XX, y poco después marcharon bajo las fanfarrias a los frentes de la Primera Guerra Mundial. Les separan cien años, pero en términos cualitativos podrían haber transcurrido varios cientos.
Estos cambios tienen que ver, no sólo con las escalas de valores por las que cada grupo humano rige su vida, sino también con la forma de entender esas escalas y esos valores, e incluso con la aparición de nuevos valores, inexistentes o poco relevantes hasta entonces. Véase el ecologismo.
Uno de los lugares comunes de los representantes del pensamiento tradicional, y en los últimos años de los llamados neoconservadores o neocon, es justo la crítica o la queja de la pérdida de valores, para ellos fundamentales de la sociedad tradicional, en el siglo XX. Estos políticos, periodistas y pensadores no han detectado, sin embargo que la pérdida de valores en sí misma no ha sido lo más decisivo que ha sucedido, sino el cambio de valoración y por lo tanto de actitud hacia todo lo que tiene que ver con los “valores”.
Decía Paul Valery que es más difícil cuestionar un valor o una norma de manera expresa que incumplirlo en la práctica. En la postmodernidad esa posición se ha convertido en una virtud, no en un defecto o falta de autoexigencia. Ya no se trata de individuos laxos o de practicantes tibios: estamos ante una sociedad laxa, tibia, o blanda, según la denominación postmoderna.
El principio de la dialéctica de Hegel, de que la cantidad, llegada a un cierto punto se convierte en cualidad, y la presunta rebelión de las masas es tan sólo una cuestión de número: El hombre-masa no es ya el plebeyo, ni el paleto, ni el criado. Pertenece a una nueva época económica y tecnológica, y es por lo tanto un tipo de hombre distinto, y hay que analizarlo en función de todo ello.
Miguel de Unamuno, siempre tan auténtico, dio a principios de siglo ya un indicativo para comprender el punto de vista de las clases dominantes, y sobre todo de sus intelectuales sobre lo que estaba sucediendo con el gran cambio de época. Me refiero a su célebre afirmación “Que inventen ellos.”
Es muy llamativo que un hombre “regeneracionista”, y opuesto a los “castizos”, coincida en esta forma de pensar con el modelo más tradicional y obtuso que se desarrolló en nuestro llamado Siglo de Oro, y dio lugar a siglos de atraso y pobreza:
“Dejemos a Londres producir esos paños tan queridos de su corazón, dejemos a Holanda producir sus telas, a Florencia sus sedas, a las Indias sus pieles y vicuñas, a Milán sus brocados, a Italia y Flandes sus linos, durante tanto tiempo como nuestro capital pueda disfrutar de ellos; lo único que eso prueba es que todas las naciones trabajan para Madrid y que Madrid es la reina de los Parlamentos, porque todo el mundo le sirve a ella y ella no sirve a nadie.” (Texto de 1675 de Alonso Núñez de Castro, citado por Carlo M. Cipolla, Historia económica de la Europa preindustrial, Editorial Crítica, Barcelona 2003, p 315).
Para Unamuno, la invención tecnológica era tan sólo algo externo a los individuos, y no digamos ya a su “alma”, y por lo tanto no podía afectar en modo alguno a su ser pretendidamente inmutable. La tecnología, desde luego, no iba a cambiar, desde el punto de vista de Unamuno, al hombre. Desde su ontologismo radical, el Rector de Salamanca no estaba en condiciones de comprender que “inventar” es también “inventarse”. Que con la ampliación de los sentidos se amplía también la conciencia; que a través del conocimiento de la materia, nosotros que al fin somos tan sólo materia, ampliamos eso que Unamuno llamaba espíritu. Es más: sin materia no hay espíritu (al menos en este mundo sublunar), y cuando la materia se enferma o declina, el espíritu se enferma también y declina irremediablemente, mucho antes de que llegue la muerte liberadora.
Decía Paul Valery que es más difícil cuestionar un valor o una norma de manera expresa que incumplirlo en la práctica. En la postmodernidad esa posición se ha convertido en una virtud, no en un defecto o falta de autoexigencia. Ya no se trata de individuos laxos o de practicantes tibios: estamos ante una sociedad laxa, tibia, o blanda, según la denominación postmoderna.
El principio de la dialéctica de Hegel, de que la cantidad, llegada a un cierto punto se convierte en cualidad, y la presunta rebelión de las masas es tan sólo una cuestión de número: El hombre-masa no es ya el plebeyo, ni el paleto, ni el criado. Pertenece a una nueva época económica y tecnológica, y es por lo tanto un tipo de hombre distinto, y hay que analizarlo en función de todo ello.
Miguel de Unamuno, siempre tan auténtico, dio a principios de siglo ya un indicativo para comprender el punto de vista de las clases dominantes, y sobre todo de sus intelectuales sobre lo que estaba sucediendo con el gran cambio de época. Me refiero a su célebre afirmación “Que inventen ellos.”
Es muy llamativo que un hombre “regeneracionista”, y opuesto a los “castizos”, coincida en esta forma de pensar con el modelo más tradicional y obtuso que se desarrolló en nuestro llamado Siglo de Oro, y dio lugar a siglos de atraso y pobreza:
“Dejemos a Londres producir esos paños tan queridos de su corazón, dejemos a Holanda producir sus telas, a Florencia sus sedas, a las Indias sus pieles y vicuñas, a Milán sus brocados, a Italia y Flandes sus linos, durante tanto tiempo como nuestro capital pueda disfrutar de ellos; lo único que eso prueba es que todas las naciones trabajan para Madrid y que Madrid es la reina de los Parlamentos, porque todo el mundo le sirve a ella y ella no sirve a nadie.” (Texto de 1675 de Alonso Núñez de Castro, citado por Carlo M. Cipolla, Historia económica de la Europa preindustrial, Editorial Crítica, Barcelona 2003, p 315).
Para Unamuno, la invención tecnológica era tan sólo algo externo a los individuos, y no digamos ya a su “alma”, y por lo tanto no podía afectar en modo alguno a su ser pretendidamente inmutable. La tecnología, desde luego, no iba a cambiar, desde el punto de vista de Unamuno, al hombre. Desde su ontologismo radical, el Rector de Salamanca no estaba en condiciones de comprender que “inventar” es también “inventarse”. Que con la ampliación de los sentidos se amplía también la conciencia; que a través del conocimiento de la materia, nosotros que al fin somos tan sólo materia, ampliamos eso que Unamuno llamaba espíritu. Es más: sin materia no hay espíritu (al menos en este mundo sublunar), y cuando la materia se enferma o declina, el espíritu se enferma también y declina irremediablemente, mucho antes de que llegue la muerte liberadora.
Sólo algunas mentes verdaderamente excepcionales, como la de nuestro Juan de Yepes (sobre él aún tenemos mucho que decir en este panfleto) han conseguido sacar del hambre experiencias intelectuales dignas de tal nombre. El resto de los humanos sólo sacamos ofuscamiento y perplejidad.
El punto de vista conservador de Unamuno implicaba no sólo una renuncia al progreso, sino en la práctica un retroceso o un regreso a etapas agotadas y superadas por la tecnología, los cambios poblacionales, y el propio pensamiento humano. Y con ello, una degradación de ese “espíritu” que tanto importaba al Rector y a sus compañeros de la generación del 98, porque la pobreza, la injusticia y los privilegios producen necesariamente incultura. Y el espíritu, es decir el pensamiento abstracto, es el producto más elevado y estricto (excelso, dicen los espiritualistas) de la cultura.
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