Panfleto: Un divorcio histórico, un trauma social, una incomunicación planificada y una tectónica inestable
Panfleto contra -o preferiblmente- a favor del arte, la poesía y la música del siglo XX
Nueva entrega de este ensayo que desentraña los excepcionales cambios producidos en el siglo XX, y su irremediable relación con nuevas formas de vivir, de pensar, de relacionarse y de comprender. A pesar del sistemático rechazo de las clases dirigentes y sus socios en la educación, la cultura y la ética.
El origen de muchas de las crisis, enfrentamientos y problemas de convivencia (colectivos y particulares), crecimiento de las neurosis, desarrollo de las sectas, guerras, persecuciones, revoluciones y en definitiva de los aspectos más traumáticos y destructivos del siglo XX, tiene su origen en un divorcio. El divorcio que ponen en marcha las clases dirigentes de los países afectados por la Primera Revolución Industrial, al aceptar tan sólo las innovaciones tecnológicas, y rechazar todas las demás, con especial violencia en el rechazo de los cambios en la moral, la cultura, la política y la ideología.
Este hecho histórico, tan notorio y de tan graves consecuencias, no ha merecido la atención de los historiadores nada más que como un dato complementario para estudiar periodos como el de el canciller Bismarch en Alemania, el fascismo-nazismo en el siglo XX, la modernización impuesta desde el poder de Japón, el comunismo estalinista en la URRS, y poco más. Sin embargo, nada de lo sucedido en Europa, USA y Japón desde mediados del siglo XIX, se puede analizar, y sobre todo comprender, si no se tiene en cuenta la relación de las clases dominantes de cada una de las sociedades con lo que de forma general se llama la modernización y sus componentes conspicuos: ciencia, industria, tecnología, cambios sociales, políticos y estéticos.
El mantenimiento de fórmulas tradicionales de organización social, reforzadas mediante un aumento absoluto del poder personal en los casos más extremos, como sucedió en Alemania y Japón, dio lugar al desarrollo de ideologías militaristas y profundamente reaccionarias. Más militaristas y reaccionarias según estas ideologías se alejaban de las necesidades, intereses y demandas de todas las clases sociales que no participaban en el gobierno, y de forma muy llamativa de los grupos-piloto de la burguesía que trabajaban en la adecuación de la sociedad y de los individuos a los cambios.
Sin embargo, la constante mejora del nivel económico, y las aportaciones tecnológicas, sirvieron de válvula de escape a la conflictividad social, al tiempo que la psicología, los avances sanitarios, el nacimiento de los deportes de masas, el control (cuando no la anulación) por parte de los sindicatos de los elementos más radicales del mundo obrero, y la connivencia de los medios de comunicación con las clases dominantes permitieron la pervivencia de esos elementos profundamente reaccionarios en los gobiernos.
El resultado es el aspecto más conocido de la historia de los últimos cien años: imperialismo, colonialismo y rapiña en su primera etapa, y en su segunda, dos Guerras Mundiales, además de la Guerra fría y varias guerras locales o localizadas (como nuestra Guerra Civil).
La historia de la humanidad está plagada de clases gobernantes incapaces, ineptas e incluso estúpidas, que llevaron a sus sociedades respectivas a la degradación y a la dependencia de otros estados más hábiles o eficaces. (Para no poner ejemplos en cabeza ajena, recordemos nuestra historia de los últimos cuatrocientos años, con etapas tan vomitivas como el reinado de Fernando VII). Recorriendo esa historia se llega a tener la sensación de que si en determinadas etapas ha existido el progreso y la mejora, ha sido tan solo el producto de una casualidad, o el beneficio de unas circunstancias que los poderes no han sido capaces de detectar –y de interrumpir- a tiempo. Y no hablo de corrupciones, abusos o incapacidades, sino, insisto, directamente de estupidez.
En el siglo XX se da, entre otros, un hecho espectacular: Ninguno de los grandes cambios que han significado una transformación profunda de las sociedades implicadas, ha sido dirigido, ni controlado ni siquiera imaginado por los poderes directamente afectados. Véase el caso del automóvil y la aparición de las macrometrópolis. O el de la educación, en cualquiera de sus niveles (incluido el universitario, claro). O el de las costumbres, tradicionalmente llamado de “la moral”.
Con todo es en el terreno de la cultura, en el que se ha producido un divorcio más consciente y determinado, entre cualquier tipo de novedad y los poderes establecidos. Incluso ahora, ya en el siglo XXI, con la postmodernidad triunfante aún en los países de segundo nivel, se puede constatar un hecho sangrante: Los distintos tipos de poderes democráticos (ayuntamientos, comunidades autónomas, gobierno central) dedican sus ayudas presupuestarias a las distintas formas artísticas en proporción inversa a su actualidad y productividad.
Además del dinero que se dedica al mantenimiento de los edificios, y al de un burocracia cada vez más ineficaz, el monto más significativo de los presupuestos anuales, va a financiar actividades teatrales (el teatro se ha quedado sin función en el siglo XX), premios de pintura, poesía, teatro, etc...(la idea del “premio” en el mundo de la cultura no tiene encaje en el siglo XX, salvo como irrisión), y actividades de tipo manual o artesano.
Por el contrario, las ideas innovadoras y las fórmulas que las materializan, ni siquiera son reconocidas como existentes. Veamos un ejemplo: En ninguno de los premios de poesía convocados por toda la geografía de los ayuntamientos, sociedades culturales y demás organizaciones se permite la participación de obras que no se realicen en “verso”. Los responsables de cultura no se ha enterado de que en el siglo XIX se creó algo llamado “poema en prosa”. Y no digamos ya la poesía visual y las distintas fórmulas intermedia que llevan ya muchas décadas siendo operativas y creando incluso una tradición y un mundo propio. Si Stephane Mallarmé volviera a nacer y presentara su poema “Un golpe de dados” a uno de estos concursos, es muy posible que fuera rechazado por no cumplir las bases de la convocatoria. Y ese poema se publicó en 1898. Para estas gentes de la “cultura” un siglo no es nada.
Nueva entrega de este ensayo que desentraña los excepcionales cambios producidos en el siglo XX, y su irremediable relación con nuevas formas de vivir, de pensar, de relacionarse y de comprender. A pesar del sistemático rechazo de las clases dirigentes y sus socios en la educación, la cultura y la ética.
El origen de muchas de las crisis, enfrentamientos y problemas de convivencia (colectivos y particulares), crecimiento de las neurosis, desarrollo de las sectas, guerras, persecuciones, revoluciones y en definitiva de los aspectos más traumáticos y destructivos del siglo XX, tiene su origen en un divorcio. El divorcio que ponen en marcha las clases dirigentes de los países afectados por la Primera Revolución Industrial, al aceptar tan sólo las innovaciones tecnológicas, y rechazar todas las demás, con especial violencia en el rechazo de los cambios en la moral, la cultura, la política y la ideología.
Este hecho histórico, tan notorio y de tan graves consecuencias, no ha merecido la atención de los historiadores nada más que como un dato complementario para estudiar periodos como el de el canciller Bismarch en Alemania, el fascismo-nazismo en el siglo XX, la modernización impuesta desde el poder de Japón, el comunismo estalinista en la URRS, y poco más. Sin embargo, nada de lo sucedido en Europa, USA y Japón desde mediados del siglo XIX, se puede analizar, y sobre todo comprender, si no se tiene en cuenta la relación de las clases dominantes de cada una de las sociedades con lo que de forma general se llama la modernización y sus componentes conspicuos: ciencia, industria, tecnología, cambios sociales, políticos y estéticos.
El mantenimiento de fórmulas tradicionales de organización social, reforzadas mediante un aumento absoluto del poder personal en los casos más extremos, como sucedió en Alemania y Japón, dio lugar al desarrollo de ideologías militaristas y profundamente reaccionarias. Más militaristas y reaccionarias según estas ideologías se alejaban de las necesidades, intereses y demandas de todas las clases sociales que no participaban en el gobierno, y de forma muy llamativa de los grupos-piloto de la burguesía que trabajaban en la adecuación de la sociedad y de los individuos a los cambios.
Sin embargo, la constante mejora del nivel económico, y las aportaciones tecnológicas, sirvieron de válvula de escape a la conflictividad social, al tiempo que la psicología, los avances sanitarios, el nacimiento de los deportes de masas, el control (cuando no la anulación) por parte de los sindicatos de los elementos más radicales del mundo obrero, y la connivencia de los medios de comunicación con las clases dominantes permitieron la pervivencia de esos elementos profundamente reaccionarios en los gobiernos.
El resultado es el aspecto más conocido de la historia de los últimos cien años: imperialismo, colonialismo y rapiña en su primera etapa, y en su segunda, dos Guerras Mundiales, además de la Guerra fría y varias guerras locales o localizadas (como nuestra Guerra Civil).
La historia de la humanidad está plagada de clases gobernantes incapaces, ineptas e incluso estúpidas, que llevaron a sus sociedades respectivas a la degradación y a la dependencia de otros estados más hábiles o eficaces. (Para no poner ejemplos en cabeza ajena, recordemos nuestra historia de los últimos cuatrocientos años, con etapas tan vomitivas como el reinado de Fernando VII). Recorriendo esa historia se llega a tener la sensación de que si en determinadas etapas ha existido el progreso y la mejora, ha sido tan solo el producto de una casualidad, o el beneficio de unas circunstancias que los poderes no han sido capaces de detectar –y de interrumpir- a tiempo. Y no hablo de corrupciones, abusos o incapacidades, sino, insisto, directamente de estupidez.
En el siglo XX se da, entre otros, un hecho espectacular: Ninguno de los grandes cambios que han significado una transformación profunda de las sociedades implicadas, ha sido dirigido, ni controlado ni siquiera imaginado por los poderes directamente afectados. Véase el caso del automóvil y la aparición de las macrometrópolis. O el de la educación, en cualquiera de sus niveles (incluido el universitario, claro). O el de las costumbres, tradicionalmente llamado de “la moral”.
Con todo es en el terreno de la cultura, en el que se ha producido un divorcio más consciente y determinado, entre cualquier tipo de novedad y los poderes establecidos. Incluso ahora, ya en el siglo XXI, con la postmodernidad triunfante aún en los países de segundo nivel, se puede constatar un hecho sangrante: Los distintos tipos de poderes democráticos (ayuntamientos, comunidades autónomas, gobierno central) dedican sus ayudas presupuestarias a las distintas formas artísticas en proporción inversa a su actualidad y productividad.
Además del dinero que se dedica al mantenimiento de los edificios, y al de un burocracia cada vez más ineficaz, el monto más significativo de los presupuestos anuales, va a financiar actividades teatrales (el teatro se ha quedado sin función en el siglo XX), premios de pintura, poesía, teatro, etc...(la idea del “premio” en el mundo de la cultura no tiene encaje en el siglo XX, salvo como irrisión), y actividades de tipo manual o artesano.
Por el contrario, las ideas innovadoras y las fórmulas que las materializan, ni siquiera son reconocidas como existentes. Veamos un ejemplo: En ninguno de los premios de poesía convocados por toda la geografía de los ayuntamientos, sociedades culturales y demás organizaciones se permite la participación de obras que no se realicen en “verso”. Los responsables de cultura no se ha enterado de que en el siglo XIX se creó algo llamado “poema en prosa”. Y no digamos ya la poesía visual y las distintas fórmulas intermedia que llevan ya muchas décadas siendo operativas y creando incluso una tradición y un mundo propio. Si Stephane Mallarmé volviera a nacer y presentara su poema “Un golpe de dados” a uno de estos concursos, es muy posible que fuera rechazado por no cumplir las bases de la convocatoria. Y ese poema se publicó en 1898. Para estas gentes de la “cultura” un siglo no es nada.
El siglo XX se divide en dos partes, casi iguales tanto desde el punto de vista económico, como social y cultural. La primera parte (que llega hasta el final de la Segunda Guerra Mundial) es la de los conflictos, los enfrentamientos, y las revoluciones. Es decir la de los precursores, los descubrimientos y las invenciones. La segunda parte, la del nacimiento, desarrollo y consolidación de las sociedades de masas en Occidente y en el Japón, aplica los descubrimientos, hace suyas las invenciones, y lleva a la práctica las propuestas, suficientemente modificadas y adaptadas de los precursores.
¿Por qué esta diferencia tan acusada entre las dos partes del siglo?. Se podría entender como el producto de una lógica interna de todo el proceso. Pero para que esa lógica puede desarrollarse y dar de sí todo su potencial, tienen que darse una serie de condiciones, circunstancias y medios, porque no estamos hablando de un proceso automático.
Veamos los hechos tal como han sucedido. Tras la Segunda Guerra Mundial, los regímenes totalitarios fueron barridos de los países europeos occidentales (salvo en España y Portugal), y del Japón. Por el contrario, se instalaron, debido a la invasión rusa, en los países europeos orientales (salvo Grecia).
En todos los países en los que los regímenes políticos totalitarios desparecieron, para dar paso a las democracias formales, se inició el desarrollo de las sociedades de masas, con todo su aparato de transformaciones económicas, sociales y culturales. Por el contrario en el bloque soviético, en España y Portugal (y no digamos en el resto del mundo llamado subdesarrollado o en vías de desarrollo) la economía, la tecnología, y la cultura permanecieron estancadas durante décadas.
¿Podemos afirmar que la aparición de las democracias formales en una serie de países fue lo determinante para su “modernización”?. Desde luego, es algo que no se puede negar con los datos en la mano. El militarismo alemán, que terminó desembocando en los dos conflictos mundiales, fue el hecho más determinante de la primera mitad del siglo, porque los demás países europeos tuvieron que reaccionar en función de él.
Una vez desaparecido, y con Alemania reconvertida en una sociedad moderna, y con toda sus capacidades, desde la industrial, a la científica, la cultural y la tecnológica, liberadas del militarismo y de la dictadura nazi, todos los países europeos de primera línea bascularon en el mismo sentido: Europa aprendió que cuando nuestros vecinos no tienen libertad, la nuestra corre un grave peligro de desaparecer. Y también en sentido contrario.
Por lo tanto, con estos datos en la mano, es imposible negar la relación entre la modernización cultural y política, y el progreso social y económico. Y ello a pesar de que, incluso en los países más avanzados y progresistas, el divorcio entre la cultura y las clases dominantes ha estado lejos de desaparecer. De hecho, la fuerza de la reacción contra las nuevas ideas y los nuevos comportamientos, solo ha descendido en algunos puntos, al tiempo que aumentaba en otros.
Sobre todo con la reacción conservadora de los años ochenta, y lo que posteriormente se ha llamado la postmodernidad.
En las recién nacidas sociedades de masas, los poderes establecidos han potenciados los aspectos más embrutecedores de los media, al tiempo que mantenían a una gran parte de la sociedad en niveles de educación y culturalización paupérrimos. Debido a ello, a pesar de la exponencial mejora del nivel de vida, de la disponibilidad de alimentos sanos durante todo el año, existe una diferencia en la esperanza de vida entre los obreros industriales y los trabajadores no cualificados, y las clases medias/altas de unos diez años.
En nuestras sociedades avanzadas y complejas, si aún había alguien que lo dudaba, ha quedado en evidencia que cultura es vida. porque es el alcoholismo, el tabaquismo, la ingesta excesiva de grasas saturadas, la obesidad y demás problemas producidos por hábitos insanos lo que produce esa diferencia en la esperanza de vida, no los medios económicos, ni la vivienda, ni el lugar de residencia.
Porque el divorcio, la negativa a aceptar los cambios inherentes a la transformación tecnológica, económica y social, persiste. E incluso, hay suficientes indicadores como para pensar que se acentúa.
La postmodernidad puede ser vista como un pacto entre la modernidad y la sociedad tradicional, y en muchos aspectos lo es. Las nuevas generaciones, en sus comportamientos, en sus escalas de valores, en su forma de construir socialmente la realidad, son indudablemente postmodernas (hablo sobre todo de las masas urbanas). Pero en las clases dirigentes (tanto de izquierdas como de derechas), y el establecimiento, se mantienen plenamente en el territorio simbólico. En función de ello, la propia organización del poder, empezando por el Estado, y continuando por la organización interna de los partidos políticos, de la justicia, de las clases empresariales o de las organizaciones sindicales, de los profesionales, de iglesias, sectas y demás aparatos de control social, sigue edificada sobre el modelo simbólico. Y mientras sea así, el divorcio se mantendrá, más allá de la voluntad, los intereses o las necesidades de los individuos, los grupos y los colectivos.
Pondré un ejemplo para que se comprenda lo que quiero decir. En los años sesenta, dentro de las actividades de promoción nacidas de planteamientos radicales o de vanguardia, organicé o comisarié varias exposiciones colectivas internacionales que se celebraron no sólo en Madrid, sino también en capitales de provincia o incluso pueblos de lo más tradicional y conservador: Por ejemplo, Cuenca, Ciudad Real etc...
La escritura en libertad, Exposición internacional de poesía experimental. Salas Municipales de Cultura, Durango, diciembre 1974 - enero 1975. Foto: Fernando Millán |
En el curso de una de estas exposiciones, entablé conversación con una visitante. Era una señora de mediana edad que iba acompañada de dos niños de entre siete y nueve años. Le pregunté si le gustaba lo que estaba viendo, y su respuesta fue afirmativa y muy explicativa. Reconoció que se estaba divirtiendo mucho.
En un momento posterior, comentando una de las obras expuestas, yo la designé como “poesía”. Entonces, la buena mujer alzó su mano de forma rotunda y me dijo:
- Alto ahí...Una cosa es que todo esto me guste y me divierta, y otra que sea poesía. Hasta ahí podíamos llegar.
Nos despedimos sin hablar más.
No tuve ninguna duda sobre la lógica que, para ella , tenía su punto de vista. Su educación –como la mía, por otro lado- estaba fundamentada en la existencia de principios absolutos y no sometidos a cambio o revisión. Ella podía aceptar la innovación y el cambio, siempre que no se cuestionara de forma contundente esos principios, porque en tal caso, todo los demás (principios) se vendrían abajo. Y eso, para ella, no era negociable.
Su posición era la misma que la de tantos gobernantes, hombres poderosos o simples dirigentes de una entidad cultural: sólo se puede aceptar la innovación si no afecta a los “principios fundamentales”. Y cuando eso no es posible por la propia naturaleza de la innovación, es imprescindible imponer las viejas normas de forma autoritaria y sin apelación, sin dar lugar “al libre examen” ni permitir disidencias. O siempre que eso ha sido posible, mantener a la mayor parte de la población en un nivel a-cultural, ya sea por justificaciones sexuales, sociales, religiosas o políticas.
En los casos menos extremosos y no tan autoritarios, los mecanismos represivos han sido más sutiles, pero no menos eficaces:
En definitiva: La aparente apertura y falta de coerciones y limitaciones de la postmodernidad, está edificada sobre la roca del integrismo más neto, y no podemos excluir que, como en el pasado, siempre que los cambios ha tocado a zonas neurálgicas del poder, la reacción en contra pueda ser de una extremada violencia. El divorcio sigue siendo traumático, pero aún podría serlo más.
La cuestión es que este divorcio, esta incomunicación planificada, en la que los detentadores del poder cultural actúan como jueces y como parte, ha mantenido a todas las sociedades avanzadas con un tectónica inestable. Son sociedades que no se sostienen por sí mismas, o cumpliendo las leyes de las interrelaciones sociales. Sólo la violencia, ejercida a través de la represión legal, del dinero, del ventajismo social, cuando no simplemente de la mentira y la falsificación, mantiene una apariencia de cohesión.
Pondré un ejemplo, de la propia historia del arte, para no salirme de pista. En los años noventa (del siglo XX, claro), en la especialidad de escultura de la Facultad de Bellas Artes Santa Isabel de Hungría (sic), de Sevilla, aún estaba terminantemente prohibido en todas las asignaturas, el uso de “cualquier cosa que tuviera que enchufarse”. Es decir, sólo se podía utilizar la tecnología (o más bien pre-tecnología) propia del siglo XVI. Artesanía pura y dura.
Lo curioso, y lo inmoral, claro, era que los propios profesores, sin recatarse, utilizaban en sus propios trabajos, realizados durante las horas lectivas, y delante de los propios alumnos, esa tecnología prohibida, que se les negaba.
Yendo a terrenos más generales, ¿qué se puede decir de la violencia estadística que los Estados perpetran contra los ciudadanos más pobres e indefensos?. Haciendo uso de un violencia legal que ya ni siquiera se disimula, los gobiernos establecen el aumento de los precios excluyendo a sectores tan determinantes para la vida de cada individuo como el de la vivienda. Así el aumento de las pensiones, la subida del salario mínimo, etc..., se hace sin tener en cuenta el crecimiento espectacular del precio de las viviendas.
Bueno, como comprenderá el sufrido lector, en lo que aún queda de este panfleto, vamos a seguir hablando de esa grave cuestión, más grave porque nadie habla de ella, en una confabulación del desconocimiento y los intereses más primitivos. Y lo haremos porque no se puede comprender casi nada de lo sucedido con la cultura, con la convivencia, especialmente en sus crisis, y con la propia historia de la humanidad. Piense el lector en la llamada violencia de género, producida directamente por la pervivencia de códigos atávicos en una sociedad postmoderna.
Nos despedimos sin hablar más.
No tuve ninguna duda sobre la lógica que, para ella , tenía su punto de vista. Su educación –como la mía, por otro lado- estaba fundamentada en la existencia de principios absolutos y no sometidos a cambio o revisión. Ella podía aceptar la innovación y el cambio, siempre que no se cuestionara de forma contundente esos principios, porque en tal caso, todo los demás (principios) se vendrían abajo. Y eso, para ella, no era negociable.
Su posición era la misma que la de tantos gobernantes, hombres poderosos o simples dirigentes de una entidad cultural: sólo se puede aceptar la innovación si no afecta a los “principios fundamentales”. Y cuando eso no es posible por la propia naturaleza de la innovación, es imprescindible imponer las viejas normas de forma autoritaria y sin apelación, sin dar lugar “al libre examen” ni permitir disidencias. O siempre que eso ha sido posible, mantener a la mayor parte de la población en un nivel a-cultural, ya sea por justificaciones sexuales, sociales, religiosas o políticas.
En los casos menos extremosos y no tan autoritarios, los mecanismos represivos han sido más sutiles, pero no menos eficaces:
En definitiva: La aparente apertura y falta de coerciones y limitaciones de la postmodernidad, está edificada sobre la roca del integrismo más neto, y no podemos excluir que, como en el pasado, siempre que los cambios ha tocado a zonas neurálgicas del poder, la reacción en contra pueda ser de una extremada violencia. El divorcio sigue siendo traumático, pero aún podría serlo más.
La cuestión es que este divorcio, esta incomunicación planificada, en la que los detentadores del poder cultural actúan como jueces y como parte, ha mantenido a todas las sociedades avanzadas con un tectónica inestable. Son sociedades que no se sostienen por sí mismas, o cumpliendo las leyes de las interrelaciones sociales. Sólo la violencia, ejercida a través de la represión legal, del dinero, del ventajismo social, cuando no simplemente de la mentira y la falsificación, mantiene una apariencia de cohesión.
Pondré un ejemplo, de la propia historia del arte, para no salirme de pista. En los años noventa (del siglo XX, claro), en la especialidad de escultura de la Facultad de Bellas Artes Santa Isabel de Hungría (sic), de Sevilla, aún estaba terminantemente prohibido en todas las asignaturas, el uso de “cualquier cosa que tuviera que enchufarse”. Es decir, sólo se podía utilizar la tecnología (o más bien pre-tecnología) propia del siglo XVI. Artesanía pura y dura.
Lo curioso, y lo inmoral, claro, era que los propios profesores, sin recatarse, utilizaban en sus propios trabajos, realizados durante las horas lectivas, y delante de los propios alumnos, esa tecnología prohibida, que se les negaba.
Yendo a terrenos más generales, ¿qué se puede decir de la violencia estadística que los Estados perpetran contra los ciudadanos más pobres e indefensos?. Haciendo uso de un violencia legal que ya ni siquiera se disimula, los gobiernos establecen el aumento de los precios excluyendo a sectores tan determinantes para la vida de cada individuo como el de la vivienda. Así el aumento de las pensiones, la subida del salario mínimo, etc..., se hace sin tener en cuenta el crecimiento espectacular del precio de las viviendas.
Bueno, como comprenderá el sufrido lector, en lo que aún queda de este panfleto, vamos a seguir hablando de esa grave cuestión, más grave porque nadie habla de ella, en una confabulación del desconocimiento y los intereses más primitivos. Y lo haremos porque no se puede comprender casi nada de lo sucedido con la cultura, con la convivencia, especialmente en sus crisis, y con la propia historia de la humanidad. Piense el lector en la llamada violencia de género, producida directamente por la pervivencia de códigos atávicos en una sociedad postmoderna.
De izquierda a derecha: Enrique Uribe, Francisco Zabala, Maurizio Spatola y Fernando Millan
en el estudio de éste último en Madrid. 1970. Foto: Fernando Millán |
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